Otra vez con la infatigable Elia, y ahora con testigos.
Para los que no hayan leído la historia precedente, he de retomar la descripción de Elia, con quien había gozado maravillosamente:
«Era la más brillante alumna del grupo. Tenía 22 años, y era de mediana estatura, grandes ojos color miel, cara sonriente y pecosa y cabello castaño claro, con tonalidades rojizas. De cuerpo estaba aún mejor: fuertes y blancas piernas que solía enfundar en ajustados jeans o presumir bajo pequeñas minifaldas, un culo alegre de vivir y unos grandes melones sobre una cintura de sueño. Usaba blusas tejidas que apenas contenían sus grandes pechos, y yo, mientras daba clase, no podía dejar de verlos.»
Ahora, sigo con la segunda parte.
Pasé el mes entero fantaseando con mi regreso, luego de la noche maravillosa pasada con Elia, de la que me había despedido al día siguiente, luego de un apresurado polvo mañanero. Nos habíamos duchado, la besé con ardor y nos dijimos «chau». Pero sabía bien, sabíamos ambos, que un mes después coincidiríamos otra vez en aquella ciudad.
Así pues, 27 días después entré al salón con mi uniforme de batalla: saco de tweed, corbata tejida y pantalones entre verde y café, y me llevé una decepción al no verla. Empecé a dictar la clase, un poco mohíno, cuando hizo su entrada: venía vestida para matar: su cabello había crecido un poco y lo traía atado en la nuca, con un lazo rojo; su habitual blusa tejida era, ésta vez, extremadamente ceñida y su escote mostraba una buena porción de su generoso pecho, y abajo, una breve minifalda a medio muslo, y unos huarachitos eran lo único que cubría sus blancas piernas.
Me hizo un gesto y se sentó hasta atrás. Y cuando estuvo en su sitio, con el resto del grupo dándole la espalda me sonrió con absoluta picardía y abrió sus piernas ligeramente, mostrando que no tenía nada bajo la falda. Toda la tarde estuvo provocándome y yo, contra mi costumbre, tuve que terminar la clase sentado tras el escritorio, para disimular el bulto… y se fue apenas terminó la clase, la muy zorra. Yo respondí dos o tres preguntas e hice algo de meditación trascendental para que la verga recuperara una posición discreta, y marché rumbo al hotel, para esperar el día siguiente.
Y, naturalmente, ella esperaba en el vestíbulo. Subimos al ascensor y nos fuimos besando con ardor, y cuando llegamos a mi habitación ya estaba yo empalmado otra vez. Follamos con el hambre de un mes, de pie, con su espalda recargada en la puerta misma de la habitación y sus piernas rodeando mi cintura, y luego ella forjó su churro, lo prendió y se acodó sobre la ventana, que quedaba unos quince metros sobre la plaza principal de la ciudad, llena a aquella hora del atardecer. Ella se había puesto su blusa, sin el sostén, y no traía nada abajo. Yo me eché encima la camiseta, y me puse detrás de ella. Mientras mirábamos a la gente de la plaza y la gente nos veía a nosotros, la empecé a masturbar con la mano derecha mientras con la izquierda, cuyos dedos ensalivé abundantemente, le acariciaba la entrada del orto. Ella empezó a danzar, siguiendo el compás de la música grupera que se elevaba desde un puestecito de la plaza, y con sus meneos aprehendía y jugaba con mis dedos. Yo fui metiéndole el índice y el medio de la mano izquierda en el culo, y ella seguía bailando.
Desocupé mi mano derecha y me puse abundante saliva en la verga, y luego, con la izquierda, la obligué a abrir más las piernas y reclinarse un poco. No hablábamos. Cuando empecé a introducir mi miembro en su estrecho ojete, ella dijo: «ve despacito, mi rey, con cuidado», y yo la obedecí. De hecho, me quedé quieto y dejé que ella, que reanudó su bailoteo, controlara el ritmo del deslizamiento de mi pene.
Cuando lo tuvo hasta el fondo se quedó quieta, se reclinó un poco más y dijo «fóllame, fóllame con fuerza, mátame, rey». Y yo le di, le di con fuerza, y en ese meneó estaba, sin pensar en nada, cuando observé que Liria, otra chica del grupo nos veía fijamente desde la plaza. Cuando notó que yo la veía, caminó rápidamente hacia los portales. No estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de que yo la estaba viendo, pero el hecho es que se movió. Adelanté mi cabeza para ver si Elia lo había notado, pero tenía los ojos cerrados. Como en el ínter -todo duró mucho menos tiempo del que se tarda en decirlo- había detenido mis embestidas, Elia murmuró: «cógeme cabrón, no pares», y yo terminé lo que estaba haciendo, inundando su ano con mis jugos. Ella entonces me dijo que tenía hambre, por lo que nos dimos una rápida ducha y salimos.
Fuimos a un restaurante discreto y elegante, que nos permitió comportarnos como recién casados, y regresamos tarde al hotel, entonados y felices. Follamos dulcemente antes de dormir, y al día siguiente solo tuvimos tiempo de dañarnos, vestirnos y salir corriendo para llegar a tiempo al curso. Por petición suya, cada quién se fue por su lado.
Cuando entré, vi a Liria en primera fila, y al darme el ritual beso de saludo, me apretó de más, y rozó con los suyos la comisura de mis labios. Me separé un poco asustado y ella, sonriendo con picardía, me guiñó un ojo. Justo entonces entró Elia al salón, y empezó la clase, que sería la última.
Lo que me deparaba la celebración de fin de curso, es una historia que hay que contar aparte. Pero, lo prometo, no contaré nada si al menos tres lectoras no me incitan a continuar la historia (eso sí, les aseguro que va a ponerse mejor, pero no como ustedes piensan).
Besos ahí.