Carlos Albert me fue contando el drama día a día: el secuestro de «los muchachos», primos hermanos de sus hijos. Al terminar el noticiero del viernes 21 de mayo, me confió que durante el fin de semana se pagaría el rescate. Nunca me atreví a preguntarle nada. Sólo sabía que eran los primos hermanos de los hijos de Carlos. Y que la angustia y el dolor eran espantosos.
El lunes 24 me dijo que las cosas le olían mal. Se había pagado el rescate, pero «los muchachos» no aparecían. Conjeturamos sobre ese círculo infernal de incertidumbre y nos despedimos. Me llamó el martes temprano para informarme que «los muchachos» habían aparecido. Pero antes de que yo le pudiera gritar un fraterno ¡felicidades!, se quebró en un sollozo. «Aparecieron muertos», completó la frase. Lloró unos segundos y, profesional de excelencia, pidió autorización para no ir al noticiero esa noche.
A las pocas horas supe por la radio que «los muchachos» eran los hermanos Vicente y Sebastián Gutiérrez Moreno, que los cadáveres fueron descubiertos en un tiradero de basura. Me tragué mi rabia, temor e insuficiencia con la resignada, inútil idea de que nos tocaba mirar nuevamente el rostro severo del destino de nuestro tiempo.
Carlos regresó a trabajar el miércoles. Me comentó que su hijo Carlos, junto con otras víctimas de la violencia antojadiza, organizarían una manifestación de protesta contra el miedo, el pasmo. Que quería darnos la primicia. El viernes 28 se presentó en el noticiero junto con María Elena Morera, presidenta de México Unido contra la Delincuencia. Dijeron que esperaban ver a miles en las calles el 27 de junio.
Diez días después, sin preocuparse por hacer ninguna clase de discernimiento, Alejandro Encinas, secretario general de Gobierno del Distrito Federal, denunció que la ultraderecha apuntalaba la marcha. Y en medio de sus insulsos mensajes sobre la seguridad de los ciudadanos y su salerosa paranoia política, Andrés Manuel López Obrador asumió que la protesta era esencialmente para desestabilizar a su administración.
El jueves pasado le pregunté al vocero del gobierno capitalino por qué estaban en contra de la marcha, pero César Yáñez respondió, tajante, que de ningún modo se oponían. Doce horas tardó López Obrador en desmentirlo. Y en dejar bien claro que la marcha lo irrita. Y en acusarnos de ingenuos por no darnos cuenta de que la manifestación será un acto de El Yunque y quién sabe qué otras siglas para dañarlo.
Como Gustavo Díaz Ordaz, para López Obrador no hay causa ni razón para protestar. Díaz Ordaz veía manos extrañas y al espíritu comunista tratando de sembrar la anarquía. López Obrador ve un enemigo en el padre del hijo asesinado, en la madre de la hija ultrajada, en el tío de «los muchachos» secuestrados y ejecutados. Como para Díaz Ordaz, para él la inconformidad prueba siempre una conspiración.
Qué pena para esas madres que querían ir a llorar a sus hijos, pero se tendrán que abstener porque su lopezobradorismo les ordena no codearse con la ultraderecha. Y es que parece que para el político más popular de México, los padres de «los muchachos» son lo que para Díaz Ordaz fueron las madres de los politécnicos acribillados por el Ejército.
Ciro Gómez Leyva