No es ningún secreto que los hombres tienen mejor relación con sus penes que nosotras con nuestras vaginas. A ver, ellos llevan toda la vida mirándolo, midiéndolo, tocándolo, comparándolo, acariciándolo, protegiéndolo, jurando por todos sus atributos… ¿Y nosotras? ¿Sabemos cuánto nos mide la vagina? ¿Qué partes la componen? ¿Qué le gusta o le desagrada, qué la despierta, qué la adormece, cómo hacerla vibrar? ¿Sabemos, si quiera, qué aspecto tiene? ¿Nos importa…?

El otro día me preguntaron en una entrevista cuál era el secreto para tener un «coño matrícula de honor», y contesté que era «quererse mucho a una misma. Y eso empieza por mirarse». No hace falta ser contorsionista ni trabajar en el Circo del Sol para saber qué aspecto tiene esa parte de nosotras. Que nadie se me luxe las lumbares, vive Dios, que sólo necesitamos un espejo entre las piernas y echar un vistacito. Pero un rato largo, removiendo bien los entresijos con las manitas limpias. Sin miedo y sin vergüenza.

Hace algún tiempo, en un programa de televisión sobre sexo le preguntaron a una mujer a qué se parecía su vulva y ella respondió entre ofendida y orgullosa: «Eso pregúntaselo a mi marido, que es quien la mira. Yo no lo sé». Me quedé tan estupefacta como la presentadora (el marido no sabía dónde meterse de la vergüenza) y corrí a por un espejo para memorizar todos mis recovecos, porque si algún día alguien me pregunta a qué se parece mi sexo, quiero poder contestar sin ayuda de nadie que es como una mariposa con las alas desplegadas, o como un capullo de seda, o como un helado derretido, o…

En internet circula este cuadro con 30 tipos diferentes de vulvas. Yo estoy por apostar que hay tantas distintas como mujeres, aunque debo confesar que, en vivo y en directo, no he visto más que ocho o diez vaginas distintas a la mía.

Vaginas

Una de ellas fue la de Laurita, la hija de mi portero, y de esto hace algunos años. Andaba la chiquilla estrenándose en los lances de cama con algún que otro chico, cuando apareció un día por mi casa refunfuñando porque un joven había intentado comerle el coño.

-«Tú fíjate, Pandora… ¿Cómo se le ocurre…? Por supuesto que le dije que no». Lo decía tan convencida que, a falta de una educación represora (que no ha tenido), me costó un mundo que reconociese que el motivo fundamental era que se sentía avergonzada de su vagina. Le parecía «fea», «sucia, porque por ahí hacemos pis» y «apestosa».

-«¿Pero tú la has visto bien, la has olido y la has probado?». Laura me miró como me hubieran salido antenas en la cabeza, pero prometió echarle un vistazo al libro que puse en sus manos.

Era la primera edición de ‘Yo amo mi vulva’, un pequeño volumen autoeditado por tres jóvenes peruanas que han asumido valientemente la necesidad de reivindicar las vulvas como camino, y el placer como medio para ser felices. La lectura obró el milagro y Laurita descubrió a través de sus páginas la belleza y las posibilidades de su vagina.

Quien se acerque a él o a la página web que difunde su mensaje buscando fotos de coños, está de enhorabuena, porque eso es básicamente ‘Yo amo mi vulva’; un recorrido visual por 28 vaginas (28… como los 28 días del ciclo menstrual y lunar) y emocional por la experiencia de sus propietarias. Depiladas, sin depilar, jóvenes, viejas, pequeñas, grandes, heterosexuales, lesbianas… Todas en un primer-primerísimo plano en blanco y negro que no deja ver más que piel, pliegues, vello (si lo hay), mucosas… y poco más.

La hija de mi portero vino a devolverme el libro al día siguiente con una nueva expresión en su cara y ganas de saber más. Así que cogí dos espejos de mano, me senté con ella y nos pusimos a explorar.

La primera vez que me miré el sexo tendría unos 11 años. Empezaba a aparecer una pelusilla cubriéndome el pubis y sentía curiosidad. No recuerdo que me pareciera espantosamente feo, como dicen algunas mujeres que es. Y reconozco que estaba impaciente por saber cuál sería su aspecto final cuando mi adolescencia terminase de eclosionar.

El segundo vistazo llegó algunos años más adelante, en plena efervescencia hormonal. Sentada estudiando para algún examen, me crucé de piernas sobre el asiento y el talón rozó un punto que me hizo saltar. Yo ya me había masturbado antes, casi accidentalmente, pero en realidad no sabía localizar exactamente la fuente del placer. Aquella tarde, por supuesto, seguí rozándome con los talones, como hacen disimuladamente las geishas, hasta que acabé mojando de excitación la tapicería de la silla. ¡Guau! Pensé: «Voy a ver qué es esto que mola tanto…». Así es que saqué el espejito de aumento del baño, me quité las bragas y me senté a recorrer la geografía retorcida, sonrosada, frondosa y un poco barroca de mi sexo. Por supuesto, encontré rápidamente el clítoris, todavía hinchado por el reciente orgasmo, y me cayó fenomenal. Nos hicimos muy amigos, como ya sabéis. Inseparables, vaya…

Desde entonces no le niego a nadie que lo desee (y que yo desee, claro) el placer de conocerme desde ese ángulo, porque lo encuentro íntimo, agradecido, placentero, bellísimo y profundamente misterioso. Por eso no puedo comprender cómo es posible que haya mujeres que no se hayan mirado nunca el sexo o que, habiéndolo hecho, no hayan caído subyugadas por él.

La mayor parte de estos casos, como le sucedía a Laurita, se traducen en una falta de autoaceptación y en la consiguiente negativa a algo tan placentero como el sexo oral (cosa que alarma a muchos hombres, como así demuestran las decenas de correos que me llegan todos los meses con quejas como ésta). Tiene sentido, ¿no? Porque, a ver… ¿Dejarías que tu chico (o, peor, uno que acabas de conocer) se llevase a la boca una parte de ti de la que no te sientes especialmente orgullosa, que hace siglos que no miras y que no te agrada casi ni tocar?

Estoy empezando a sospechar que los hombres no sólo tienen una gran relación con sus penes… sino que muchos tienen mejor relación con las vaginas que algunas mujeres.

Después de aquella exploración compartida, Laurita se ha vuelto profundamente ‘coñocéntrica’ y adora su vulva. Le gusta tanto que empezó a ahorrar para hacerse la depilación láser y dejarse la ‘zona cero’, contra mi criterio, como un huevo duro, se pone lencería bonita, le ha cogido el gusto a masturbarse y usa mucho su vibrador… Pero se volvió a estar durante meses sin dejar que los chicos se le acercasen para darle un buen masaje de lengua. Cuando le pregunté por qué, me fulminó con la mirada.

-«¿Estás de broma, Pandora? Mi coño es sagrado, a ver si te crees ahora que se lo voy a dar a probar a cualquiera».

¡Mira la niña! Ni que se gastara…

Escrito por Pandora Rebato para El Mundo.es

Por rocio

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