Con el paso del tiempo, de los años, mis relaciones sexuales
han mejorado de forma importante. Así, de ser un chico algo
tímido y con experiencias sólo satisfactorias en el
plano físico, he pasado a conseguir plenas actuaciones que nos
dejan satisfechos en lo físico y en lo emocional tanto a mi
pareja como a mí mismo.

Mi pareja. No tenía, hasta hace poco, pareja estable.
Así pues, todas las experiencias han sido con amigas,
compañeras del trabajo o encuentros ocasionales (los menos).
Desde Navidades, hace ahora poco más de seis meses, estoy con
una chica que roza los veinte, nueve años menor que yo.

Nuestra relación está basada en el sexo: los dos lo
sabemos, lo aceptamos y procuramos no dar tiempo a pensar en ello. Yo,
para ella, soy un romance del que presumir frente a sus amigas
-algunas menores incluso que ella- y un amante que le hace alcanzar la
mañana entre gritos y arcos de placer. Lo más importante
es, según ella, que alcanza plenos orgasmos y abandona mi casa
sin notar la falta de sueño tras largas noches de sexo y
descargas.

Con la llegada del buen tiempo nuestra actividad ha crecido. La
penetro en casi cualquier lugar, me masturba si tiene cinco minutos.
Rozamos la locura.

Esta tarde de sábado, habíamos quedado en que
iría a buscarla. Al salir de mi casa, en encuentro casual, he
tenido un intercambio de miradas y palabras con mi vecina de rellano,
una mujer de mi edad. Nos hemos encontrado en la escalera, yo bajando
y ella subiendo; no es la primera vez que ocurre. Sus gafas de sol
empujan el cuello del polo hacia abajo y permiten que con cada leve
inclinación pueda entrever el encaje de su sujetador. No nos
hemos apartado y en los escalones hemos coincidido. Durante un
instante paramos clavandonos los ojos, interrogándonos con la
mirada; con un dedo le acaricio el brazo, el pezón por encima
de la ropa, su pubis busca el mío sin encontrarlo. Se retrae
con un guiño imperceptible. Burlonamente, me sonríe
inclinando la cabeza, meciendo su largo pelo, con un gesto intuitivo y
femenino y echa a correr hacia arriba soltando un recio ‘Buenas
tardes
‘. La observo abrir su puerta, dudar un instante y,
finalmente, cerrar tras de ella mientras pienso que he conseguido lo
que quería y sé que debo buscar su prometedora
coincidencia otro día no muy lejano.

La verdad es que el incidente me ha puesto muy caliente. Cruzo la
ciudad pensando en Ana, mi novia; ese pensamiento me enardece aun
más. Subiendo en el ascensor hasta su ático me toco con
la intención de que ella note mi estado. Noto un calor enorme
dentro de mí y tengo esa sensación de que nada puede
pararme.

Llamo a la puerta y, como tantas otras veces, abre su madre. Esta
mujer corta el pelo en casa los días que puede; hay otras tres
mujeres en el comedor en bata y rulos. Me da los dos besos de rigor y
me deja pasar. ¿Seré yo? sus besos, su mirada, no me han
parecido como siempre. Ya en el pasillo, curioso, vuelvo la cara: ella
sigue ahí en la puerta, mirándome con
insinuación… o eso es lo que yo creo. Agito mis ideas y busco
a Ana en la cocina.

Descarada, animal, corre por su cocina descalza, con un top y en
bragas. Nos besamos, reímos con un comentario mordaz. La abrazo
y monto mi boca en la suya. Con un gesto hábil desabrocha mis
pantalones y hunde su mano en mis calzoncillos; inicia un movimiento
suave, que sabe me vuelve loco. Separándola levemente de
mí, le retiro el top dejando al aire dos pechos
pequeños, casi inexistentes, de oscuros y rígidos
pezones. Ella sigue con su ejercicio -me doy cuenta ahora de que casi
no nos hemos hablado aun-. La empujo hacia atrás y, cuando la
tengo arrinconada contra el mueble, pongo su cabeza bajo el grifo.
Chilla divertida. Dejo correr el agua y con mis manos unto todo su
cuerpo de ese agua que chorrea desde su cabeza: su cuello, su espalda,
sus caderas, su pubis afeitado -gime-, sus muslos; hundo mi cara y voy
bebiendo de entre sus muslos, de la entrada de su vagina a sorbos
largos y busco refrescar su clítoris con mi lengua insistente
consiguiendo que su cuerpo se tense, se agite un par de veces
bruscamente y, acompañado de un chillido demasiado alto, acabe
relajándose.

Evidentemente, nos han oido porque su madre entra en el pasillo
llamándonos y preguntando si todo está bien. Nos
escondemos en un armario, ella empapada y desnuda, yo entre asustado y
loco. Desde nuestra posición veo a su madre cerrar el grifo y
contemplar todo el desaguisado; recoge el top y pone unos papeles en
el suelo: no dice nada, sólo sonríe. Ana me pregunta en
voz baja qué pasa; yo le pongo un dedo en los labios
indicándole silencio. Ana me besa en el pecho y se levanta
sobre las puntas de sus pies: con un ágil movimiento se deja
caer sobre mí introduciendose mi pene hasta adentro. Trato de
aguantar un gemido y ella apaga su grito en un mordisco contra mi
cuello. Me acaricia, se mueve como sólo ella sabe hacer; su
madre, mientras, acaba de recoger la cocina. Cuando la mujer se va, yo
no puedo más: contra la pared, embisto a Ana una y otra vez,
una y otra vez. La retiro y la embisto desde detrás mientras la
acaricio. Con mano libre la aprieto desde sus caderas, desde su
vientre contra mí, froto su espalda que se ha quedado
fría, hundo mis dedos en su boca, le muerdo las orejas, ella
ríe y chilla y disfruta. Consigue deshacerse de mi y con su
boca empieza a masturbarme devolviéndome el placer y el favor.
Sus dos manos y su boca trabajan en mis testículos y mi pene
con cambios de ritmo y fruicción durante una eternidad. Cuando
ya casi no puedo más, la abro de piernas ante mí y dejo
caer todo mi peso sobre ella: quiero partirla en dos. Alcanzamos un
orgasmo increíble, que nos deja cansados aunque no exhaustos.

Tiene la tarde, sin embargo, una carga sexual enorme. Le pido a Ana
ducharme y no me pone inconveniente. La variación es que me
meto en la ducha del cuarto de sus padres buscando -envalentonado- un
encuentro con la madre. No cierro la puerta, me desnudo en medio de la
habitación de una manera insolente y me contemplo en el espejo;
Ana, desde el pasillo, ríe mis posturitas. Entro en la
pequeña ducha y sólo con agua fría me doy un
enjuagón. Creo oir a Ana y su madre, Elena, hablar en la
habitación; creo que ríen. Salgo y me visto sin haber
conseguido ese encuentro. Ana está en su dormitorio acabando de
vestirse, en ropa interior todavía, con un leve tanga que no
sé de dónde ha podido salir y que nada puede tapar. La
miro embobado. Oigo la risa de Elena a mis espaldas. Al girarme la
descubro vestida de una manera increible, con una blusa blanca de
gasa, casi sin vestir, con dos pechos grandes, generosos, de rosado
pezón. Mi empalme en enorme, inmediato. Ella pone su mano sobre
mi pecho y se acerca -lo sabe- más de lo normal. Mira a su hija
en el instante en que ésta se gira; vuelve a reir de vernos tan
juntos: las dos ríen. No sé qué hacer. Las dos lo
saben. Lo mejor es salir de allí, aunque Elena no pierde la
ocasión de dejar caer su mano desde mi pecho hasta mi vientre,
donde yo la paro. Con Ana casi sin acabar de vestir, salimos de
allí.

Hemos vagado la tarde por aquí y por allá, hemos jugado,
cenado, bebido y reido: ha sido una tarde agradable. Ya de madrugada,
acompaño a Ana a su casa. Mi reloj marca las 3:15. Ana insiste
en hacer un último café que yo acabo aceptando.

Sentados en la cocina nos seguimos riendo de algunos personajes
ridículos que han cruzado nuestra tarde, inventamos chistes
malos con ellos, diluimos su historia en el café. Cuando el
reloj llega a las 4:25 aparece Elena despeinada, en bata, con cara de
sueño inquieto por la puerta de la cocina. Ana la quiere
invitar a café y yo la animo, con hielo -pide ella.
Desplazamos la reunión a la terraza en la fresca noche.

Ya casi amanece entre bromas y comentarios que van subiendo de tono.
Ana, joven y descarada, quiere disfrutar y se desnuda allí en
medio, eleva los brazos y estira su desnudez: yo la observo excitado,
Elena me observa a mí. Bésala, acaríciala
me pide la madre. Ana cuadra los ojos, yo río locamente.
¡¡Mamá!!, pide asustada Ana y echa a correr
por una manta. Aguanto la mirada de Elena durante unos instantes y
acabo volviendo la cabeza oyendo a Ana reir en el fondo del pasillo.
¿Por qué no lo hiciste?. ¿Por qué no le
hiciste el amor si la deseabas?
-pregunta Elena. Sin saber quien
responde por mí, una voz le dice que también, ahora,
allí mismo, la poseería a ella y no lo hago.

Elena se incorpora y deja caer la bata. De su cuerpo emana el olor
más increíble que nunca olí, un aroma -más
que olor- que mi nariz busca, que mi boca va a beber. Sentimiento que
busco en su boca, bajo sus pechos, en su vientre, entre los dedos de
sus pies, en su espalda, en sus pliegues más ocultos donde
encuentro otras sensaciones, otros olores. De allí bebo, como
por la tarde bebí de su hija, pero de una forma mucho
más serena, pausada, con delicadeza y… amor.

Después de mi nariz, mi boca, por entre sus piernas frotando
los muslos sube mi pecho, mi vientre, juega mi pene con sus labios
mayores mientras ella me besa y me muerde la cara. Excito mi glande en
su humedad, en la cálida presión de su entrada. La
acaricio y tumbo en el suelo boca abajo. Juego con su ano
introduciendo uno, dos dedos mientras la beso. Pego mi cuerpo a ella
buscando estar dentro; la penetro por detrás poco a poco, con
un cuidado que no imaginaba en mí: ella gime y se estira y yo
la quiero con mi palma de la mano abierta, sobre sus hombros, en su
nuca, bajo su pelo. Nos movemos, nos agitamos en un vaivén que
nos difumina la terraza, que la lleva a un orgasmo que crece
prolongado en su deseo acumulado, que la libera con un grito
satisfecho, que estremece su cuerpo con el mío atrapado en su
interior.

Mientras vuelve a este mundo, le susurro al oído, la abrazo
para que no se enfríe, le obligo a cerrar los ojos y a sentir;
pegado a ella, dejo que se recoja como un animalillo.

Quiere despertarse a mi lado, Ana dormirá hasta muy tarde,
quédate ¡por favor!
-me pide.

En su dormitorio, entre sábanas de algodón, volvemos a
amarnos. Nunca tuve sexo así. De una forma mucho más
tradicional alcanzo el orgasmo dentro de ella con una descarga que me
nubla la vista, que me duele en todo el cuerpo, que me ahoga, que me
cambia.

Nos dormimos y despertamos llegando al mediodía, abrazados y
oliendo a nosotros, a noche de verano, a suelo de terraza. Despertamos
juntos…

Por rocio

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