Mi cuñado era un hombre viril y, además, presumía de serlo.
Era de aquellos que decían, entre bromas y veras, que los homosexuales, por el mero hecho de serlo, no lo pagaban ni colgándolos y, más todavía, si se daban a conocer con el descaro que lo hacen algunos como, por ejemplo, en las cabalgatas del orgullo gay. Su homofobia era manifiesta, indudablemente como resultado de una mala educación sexual más que por retrogrado que, sin duda, no lo era puesto que su carácter era el de un hombre muy abierto. Así y todo, estoy convencido que a muchos homófobos les ocurre parecido a aquellos que siendo víctimas del complejo de inferioridad se manifiestan contrariamente con el síndrome del complejo de superioridad con el que tratan de ocultar aquel. Sin pretender crear cátedra, creo que con su homofobia algunos no hacen otra cosa que rechazar, inconscientemente, el temor a ser arrastrados, por su propia homosexualidad, al desprecio que esto supone para algunos en ciertos niveles familiares y sociales. ¿Podría ser éste el caso de mi cuñado?
Aunque lo conocía, como se suele decir, de siempre lo cierto es que tuve pocas ocasiones de relacionarme con él hasta que las circunstancias o el azar, si es que éste obra con alguna intencionalmente dirigido por algún demiurgo, nos emparentaron al escoger entre dos hermanas nuestras respectivas novias y, más tarde, nuestras esposas. Digo lo del demiurgo puesto que desde muy jóvenes sentía un atractivo especial por aquel muchacho y ahora – mira por dónde – me lo encontraba hasta en la sopa sin poder disfrutar de este hombre físicamente bien conformado, con unos ojos verdes en su rostro varonil que le daban una hermosura como de amansado tigre salvaje.
Habíamos llegado a la medianía de edad, yo 45 años y él unos 40. Conversábamos muchas veces de todo y incluso de sexo en referencia a sus numerosas experiencias matrimoniales y extramatrimoniales, según él. En realidad, sus anécdotas me importaban poco, no obstante solía seguirle la corriente porque me gustaba tener-lo cerca de mi… muy cerca. Me gustaba su físico, bien formado, atlético, macizo y, además, su carácter de hombre bragado y siempre resuelto a enfrentarse a quien fuere, por lo que fuere. Qué lejos estaba él de conocer mis más profundos deseos de poder gozármelo algún día.
Y es que en mi mente conservaba vivo el impacto emocional que me produjo la primera vez que le vi semidesnudo. El tendría 18 años entonces. Fue un hecho casual: pasaba yo por delante de los vestuarios del campo de juego, la puerta entreabierta y, él, de espaldas encima de un banco, secándose recién salido de la ducha. Aquel cuerpo, de improviso, me solivianto mis carnes con ansias de poseerlo. En cuanto se giro de frente, disimule mi mirada posesiva pero aún pude complacerme viendo sus macizos pectorales, las tableta musculosa de su vientre bajando hasta la pelvis que se cubría con una toalla anudada a su cintura. Nunca pude olvidarme de aquella escena, ni mis deseos se apagaron con el tiempo. Sinceramente, aquel día y en aquel momento, sin que antes hubiera sentido conscientemente deseos homosexuales, descubrí que mis ansias de gozar de aquel chaval iban más allá del goce estético de su esbeltez corporal: como nunca lo había sentido antes respecto ningún otro hombre, pude sentir, ahora conscientemente, el deseo de poseerlo y ser poseído por aquel macho.
De hecho, tuve poco trato con él durante nuestra juventud hasta que, como ya he dicho, nos unió el lazo familiar por razón de nuestros respectivos matrimonios con sendas hermanas. Aún así, aunque nuca hice nada para propiciar algún encuentro íntimo con él, sí que es verdad que, cuando me lo encontraba casualmente muy cerca, a mí se me aflojaban las piernas, se me erizaba la piel, mi pene se erguía y sentía un placentero cosquilleo en mi ano. Confieso que llegué a envidiar a mi cuñada y a cuantas queridas y putas que habián podido gozar de él.
Entre las muchas conversaciones que teníamos, sin que la mayoría de ellas me interesaran, tuvimos una, un día, que nos interesó a los dos. Yo no sé hasta qué punto la había provocado yo mismo intencionadamente para poder hablar con él de lo que realmente me interesaba. Digo esto porque hacía tiempo que, habiendo entrado en la madurez y teniéndolo siempre tan cerca, mis deseos de poseerle se fueron acrecentando y aquella necesidad la sentía cada vez con más fuerza. Hacía, pues, algún tiempo que esperaba propiciar alguna ocasión para acercarme a su intimidad. En todo caso, lo cierto es que a raíz de un comentario suyo sobre la homosexualidad, recogí su guante, por primera vez, para hablar del tema con seriedad.
– Entonces – me preguntó – ¿tú crees que un tío puede sentirse hembra? ¡No me cuentes historias, hombre!
Le contesté diciéndole que así lo sentían algunos hombres, como igualmente las mujeres en el caso contrario. Le añadí que de todas formas ese no era el problema sino el hecho de que un hombre sintiera el deseo de gozar sexualmente con otro hombre y que, además, lo sintiera como un derecho que alguna gente, como él, les negaba. Con ciertas reservas, tratando de encontrar la ocasión de probar las posibilidades de darle a conocer, con garantías de su silencio comprometido, mis deseos de poseerle, le dije, medio en broma:
– Cuidado no llegues tú, algún día, a sentir deseos de gozar sexualmente con otro hombre. Al fin y al cabo – le añadí – el sexo es cuestión de hormonas y, por el tiempo, los machos dejamos de producir la testosterona que es, en definitiva, la que nos hace sentir más o menos viriles; incluso más o menos afeminados cuando ésta mengua como ocurre, por la edad, a muchos viejos verdes.
Quedó sorprendido, pero siguiendo lo que yo le había dado a entender como broma, me espetó en plan de chulo de barrio:
– ¡Jajá! ¡Cuidado no te pase a ti, eh! ¿Te gustaría chupármela un poquito?
Yo no sé que me pasó pero lo cierto es que me turbé, quedé perplejo, cayeron todas mis reservas, se me erizó la piel, se me erguió el pene y sintiendo, como otras veces, el conocido cosquilleo en mi ano, le dije resueltamente:
– ¡Sí!
– ¡Anda, toma! – me dijo entre risas y con cierta sorna convencido que no me atrevería pero, así y todo, se desabrocho la bragueta y por encima de sus slips me enseño su pene, aún fláccido, cogiéndolo con una mano y haciendo que rebotara en la otra talmente como si fuera un látigo. Entonces, puesto así me repitió: – ¡Anda, toma!
Qué poco sabía él…, pensé
Me sentí vencido sospechando que mi reputación se iba al traste teniendo delante de mi aquella verga tan deseada. Fueron unos segundos, pero me pareció una eternidad atreverme a mirar fijamente aquella verga, siendo escrutado por aquel homófobo impertérrito y poder, por fin, contemplarla con mis propios ojos y no por mi imaginación. Era una hermosa verga y, aunque no entiendo de medidas normales de los penes, era sin duda de buen tamaño por su envergadura, tanto por larga como por su grosor. Su capullo rojo, asedado y gordo me pareció enorme y, como un relampagueó, aún llegué a dudar si aquello, por largo y grueso, me cabria en la boca y menos en el ano.
Vencido, pues, y sin que él lo esperara – tan convencido estaba él de que no me atrevería, y así fue como su cara manifestó inmediatamente la incredulidad de lo que vio – cogí, tembloroso, su verga fláccida, la magreé suavemente para erguirla; noté como se hinchaba en mi mano; con mi lengua ensalive el glande, circunde su capullo y, con la puntita, hurgué en el meato urinario para abrirlo a mis fauces; lamí aquella hermosa verga desde el tronco, subsumido entre sus testículos y su entrepierna, hasta la punta del capullo al que le di una monumental chupada pensando que ya no la cataría probablemente nunca más.
– ¿Has visto? – le dije, disimulando mi nerviosismo y mi vergüenza, como queriendo aparentar que todo había sido una broma entre adultos, y proseguí – Solo un poquito, aunque por la edad ya voy escaso de testosterona y bien que podría alarga más la felación, de todos modos – le añadí, esforzándome por parecer descarado – ¿Has tenido bastante con ese poquito?
Él permaneció incrédulo, sorprendido, pasmado. Su verga se quedó, como yo se la había dejado en tan breves momentos: erguida a reventar con las arterias marcadas y resaltadas de un color violeta azulado conque queda pintarrajeado un pene erecto.
Fue sólo un poquito para él, según me había dicho, pero un muchísimo para mí. Aquella polla, con aquella verga y aquel capullo había sido durante mucho tiempo el objeto de mis deseos sexuales más profundos desde que pude contemplar furtivamente su cuerpo semidesnudo y imaginarme unos genitales en justa correspondencia a la conformación anatómica de un tío tan esbelto.
Mi cuñado tardó en reaccionar, creo que avergonzado como lo estaba yo mismo aunque lo disimulara como quien continua la broma.
– ¿Qué te ha parecido? – Me atreví a preguntarle con aparente sorna, y aún añadí – Ya ves, todo es cuestión de hormonas.
Permaneció pasmado, con aspecto de estar fuera de sí. Me miraba, parecía que quería reprocharme mi atrevimiento. Así estuvimos un buen rato sosteniéndonos las miradas en silenció hasta que como quien de pronto se rinde a un adversario, me confesó:
– ¿Sabes…? Ni mi mujer, ni mis muchas queridas, ni puta alguna me han hecho sentir, en tan poco tiempo, tanto placer. Con que delicadeza me has cogido la verga y qué profundamente he gozado de tus lamidos a mi capullo y de tu lengua ensalivada hurgándome en la misma punta de mi glande. ¡Qué sensación, tan desconocida para mí, sentir correr una lengua humedecida y cálida como nadie me lo ha hecho sentir hasta ahora, desde la entrepierna y mis huevos hasta la punta de mi polla…! ¡Eso sí que es mamar, macho!
Ahora, con esas palabras de entusiasmo, sí que me sorprendió a mí su descaro y su desvergüenza de homófobo arrepentido.
Para no ser prolijo, diré que aquí comenzó inesperadamente un curso nuevo en la historia de nuestras nuevas relaciones personales, al margen de las familiares.
Supimos guardar en el mayor secreto estas relaciones sexuales que nos emparejaban con cierta asiduidad allá donde podíamos, haciendo lo posible y lo imposible para encontrarnos a plena satisfacción. En principio nos limitábamos a repetir aquella primera escena en la que me permitió chupársela un poquito, aunque cada vez la escena la íbamos alargando con su complacencia y mis ganas de chupársela y que se sintiera feliz conmigo. Nunca le forcé, me dejaba llevar a su antojo y chupada tras chupada, lamido tras lamido… fuimos accediendo a nuevas experiencias y ampliar el repertorio de nuestros deseos sexuales. Al principio, en cuanto yo terminaba con mis chupadas a su polla, cada uno se masturbaba por su cuenta. Parecía que su homofobia y los probables deseos de que, algún día, yo le masturbara no acaban de compaginarse. Pero todo era una cuestión de tiempo y llegó, por fin, el día que se prestó a mis deseos y con la polla en mis manos subí y baje la sedosa piel de su pene una y otra vez: saz-saz, saz-saz y el esfínter de su polla abriéndose y cerrándose como hambriento de mis lamidos; saz-saz, saz-saz y sus huevos en mi otra mano con la que los mullía placenteramente; saz-saz, saz-saz y con mi mano firme, sin prisa y sin pausa, le marcaba el ritmo de sus jadeos dispuesto a acelerarlo en cuanto me lo pidiera, como así fue aunque un poco tarde, aquella primera vez, puesto que cuando me dijo entre quejas y ronquidos “¡Ahora!” ya entonces tenía el primer envite espasmódico de su semen en mi rostro. Yo también me corría de gusto y quise recoger su semen para gustármelo en mi boca, pero no me dejó. No obstante en cuanto pude me chupe los dedos, me restregué su leche en mis labios y, recogiéndola con en mi lengua, me la tragué.
Él solía ser poco efusivo voluntariamente cuando nos entregábamos al placer pero , poco a poco, repitiendo experiencias e introduciendo de nuevas, aprendí a sacarle de quicio, a que fuera mucho más exigente para satisfacerse conmigo y muy generoso para satisfacerme a su gusto que, por ser de él, también era el mío.
– Me vuelves loco –me dijo un día. Desde entonces supe que ya era todo mío cogido en mis placenteras garras y pude conseguir cuanto quise para el goce de los dos. Sin embargo, a pesar de este convencimiento, bien sabía yo que el camino a escoger era dejarme llevar por su voluntad de dominio que, por otra parte, tan bien se avenía a mi instinto sexual de dejarme dominar. Así lo hacíamos: me empujaba su polla en mi boca provocándome unas arcadas de las que jamás me pedía perdón y yo se le consentía; estrujaba mis pechos, me pellizcaba los mugrones hasta hacerme gritar por el dolor que me causaba y, inmediatamente, sin necesidad de forzarle, me los besaba y me los lamía; mis labios fueron fuente para humedecer los suyos; su lengua se satisfacía jugueteando con la mía; saboreábamos nuestras salivas cada vez más espesas; se abrazaba a mi cuerpo, unas veces acariciándome y, otras, golpeándome con cierto sadismo con el que complacía mi tendencia masoquista evidente. Así fue como llegó el día que me empujo sobre la cama, me obligó a acostarme bocarriba, puso mis piernas sobre sus hombros, se arrodillo a flor de mi culo, ensalivó lo que iba a ser, para mí y para él, mi coño y, sin más contemplaciones, hurgando su verga en mi ano… me folló.
De aquella primera penetración, conservo la brutalidad como la que sufren algunas mujeres al ser desvirgadas por algún macho encabritado: fue dolorosa, y sanguinolenta por el furor de sus acometidas y sin embargo, hoy, todavía siento el placer que me provocaba aquel sufrimiento por el que pude gozar de sus encantos y de sus atributos sexuales que me permitieron vivir la aventura de sentirme dominado, por fin, por aquel cuerpazo de tío que quiso que fuera suyo, mucho después que yo, a él, le había hecho mío ansiando que llegaría la conjunción de las estrellas que lo permitiera y lo hiciera realmente posible. como así fue.
De ahí en adelante, convenimos en mantener aquella doble vida. Nuestras actividades profesionales nos permitían aprovecharnos de los desplazamientos para encontrarnos en una casa de campo que pudimos alquilar para nuestro disfrute que, principalmente, no era otro que gozar del sexo sin reservas. Él no se daba cuenta, pero lo tenía bien cogido desde que conseguí que me masturbara, que me la chupara, que dejara que le follase, que me corriera en su culo, que me limpiara la polla y se tragara los restos de mi semen.