Trabajando como masajista erótica

Sofía llegó cerca de las diez de la mañana. Llevaba una camisa verde, del mismo color de sus ojos, unos jeans y zapatos bajitos. Tenía el pelo negro agarrado en una cola de caballo y la cara sin maquillar. Me saludó con una sonrisa y siguió hasta el fondo del lugar. Ella era la única que sabía que yo era periodista. Para el resto, 25 niñas, una administradora y una encargada del aseo, este era mi primer día de trabajo en Abejitas, un negocio de masajes eróticos en Bogotá.

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El dueño de los cuatro locales de Abejitas que funcionan en la ciudad, Pedro Mesa, había aceptado que yo entrara de incógnito para que viera cómo es la mecánica del trabajo y lo que ocurre de verdad en un establecimiento de estos, y esa mañana, antes de las nueve, me estaba esperando, sentado en una cafetería de barrio, en la carrera 14 con calle 83, cerca del local.

Media hora más tarde, cuando intuimos que ya habría movimiento, fuimos hasta el lugar y subimos las escaleras que dan al segundo piso, donde opera el negocio. Es un sitio apretado con siete salas de masaje (cada una con televisor, DVD y grabadora, además de una camilla, un espejo en el techo y un sofá cama sencillo que permanece cerrado y convertido en un asiento azul), una recepción mínima, una sala incómoda donde se apretujan cinco sofás, una cocineta, una salita de Chat y webcam (que funciona después de las dos de la tarde y por la que todas deben pasar obligatoriamente diez minutos diarios), dos baños y un cuarto donde hay una treintena de lockers.

Nos recibió María, la administradora, una mujer entre policiva y maternal, que me exigió que escribiera mi nombre en una planilla para empezar a hacer las cuentas de lo que ganaría durante mi día de trabajo.

Usualmente es María quien se ocupa de revisar los cuerpos de las niñas para asegurarse de que no tienen tatuajes ni estrías (aunque hay quienes tienen unos y otras), mientras que el dueño se encarga de mirar las facciones de la cara, pero esta vez, como venía acompañada por él, la administradora no dijo nada.

Don Pedro, como le dicen sus empleadas, me indicó una sala de masajes iluminada con un bombillo mortecino y me dio un uniforme blanco para que me cambiara allá. Mi atuendo es similar al que utilizan las demás niñas, aunque entre traje y traje hay algunas variaciones y cada quien usa lo que prefiera. Puede ser una bata enteriza, se puede cambiar la falda por un pantalón (este es el preferido de las delgadas) o puede ser de color negro.

La blusa del mío era apretada y cerrada al frente con una cremallera. La falda, que apenas me tapaba los calzones, me pareció difícil de cerrar por lo justa que me quedaba. Yo había llevado unas medias de malla blancas y unos zapatos planos del mismo color, con un lazo al frente, que se veían ridículos con el resto del uniforme. No parecía una masajista sino una idiota disfrazada, mitad enfermera sexy y mitad niña de cuento de hadas. Total, salí como un mamarracho a enfrentarme a mi nuevo oficio.

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Ya había llegado para entonces la primera empleada, Mafe, una mujer alta y morena, de rasgos aindiados, una especie de Pocahontas voluptuosa y exótica, que estaba discutiendo con don Pedro por cuenta de otra empleada a quien llamaba la ‘cuchibarbie‘. La administradora y Pedro se estaban riendo del lenguaje desabrochado de Mafe, que ni siquiera registró mi presencia. María me guio hasta un casillero desocupado y me pidió que guardara mis cosas ahí. «Y consígase un candado para que no le vayan a robar su platica», me dijo.

Los casilleros son de metal pintado de beige. Todos están decorados con el nombre de las empleadas y casi en ninguno falta una estampita de la Virgen. Sobre ellos descansan cantidades de zapatos de plástico transparente, botas negras, sandalias plateadas y todo tipo de calzado exótico, siempre con tacones de unos diez centímetros y mucho tiempo de uso. Don Pedro prometió traerme un candado más tarde, lo que hizo que María levantara las cejas con un dejo de curiosidad, y nos sentamos en uno de los sofás a esperar a que llegara Sofía.

Pedro Mesa más parece el empleado de un banco que el dueño de un prostíbulo. De mediana estatura, delgado y con unos expresivos ojos azules, su trato es cordial y hasta tímido, aun con sus empleadas. Antes de Abejitas trabajaba en una corporación financiera. A los masajes llegó por culpa de la quiebra de su hermano, que recibió un pequeño local como parte de pago de un negocio. Pedro tenía un carro y su hermano le ofreció un trueque: los masajes por el carro, y este aceptó. «En los clasificados del periódico, como está todo por orden alfabético, había que aparecer de primeros, así que pensé en un nombre que tuviera AB, y se me ocurrió este, y ha funcionado muy bien», dice.

Cuando se dio cuenta de que las niñas ofrecían algo más que masajes, entró en un conflicto moral y trató de eliminar la parte erótica del asunto, con resultados nefastos, tanto para los ingresos de sus empleadas como para el crecimiento de su negocio. La solución fue proponerles un trato a las empleadas. Por cada masaje, que vale 30 mil pesos, él recibe 22 mil y ellas 8 mil. La cuota por empleada es de 35 masajes mensuales que, según ellas, cumplen con facilidad, haciendo unos dos o tres diarios. Lo que las niñas hagan después de cada masaje es su problema y esa plata les pertenece. Así, él no se entera de nada, ellas ganan bien y todos quedan tranquilos.

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Cuando me quedé en manos de Sofía, la seguí a la última sala de masajes, ubicada al fondo, frente a la cocineta. Es la más amplia de las salas y la que se usa solo en caso de que el resto estén ocupadas. Mientras tanto, es el centro de operaciones de las niñas y hace las veces de comedor, sala de descanso y peluquería, porque es donde se maquillan y donde, tres veces a la semana, va una mujer a peinarlas. Adentro hay otras dos mujeres arreglándose con parsimonia. Viéndolas vestirse, pienso que mi uniforme es el más pudoroso. La mayoría usa una falda más corta, que les deja las nalgas expuestas. Tampoco les cierra adelante, pero eso lo utilizan para exhibir sus tetas, casi todas operadas y maximizadas, cubiertas escasamente por un brasier de encaje de algún color vivo.

A las diez y media de la mañana suena una música, como un timbre de espera de un teléfono. Es hora de presentarse, porque ha llegado un cliente. Las niñas se turnan en la recepción, contestando el teléfono y guiando a los clientes, así que una de ellas habrá acompañado a este a una de las salas de masaje y habrá dicho la inducción protocolaria: «¿Es la primera vez que vienes?», y luego ha procedido a explicar el método de trabajo. Un masaje, treinta mil pesos y de ahí en adelante cada servicio se negocia con la niña que él escoja y se paga por adelantado. Luego, la guía debe terminar con la frase: «¿Quieres que te presente a las niñas?», y toca el timbre, un aparatito que reposa en una mesa al lado de recepción.

Sin ninguna prisa, todas se acomodan en una fila india. Sigo a Sofía, que se ha enfundado en una bata y lleva medias de malla negras con ligueros y tacones del mismo color. Aún no se maquilla, pero su piel es joven y sus ojos verdes enmarcados por espesas pestañas necesitan poco adorno. A medida que sale una entra la otra. Cuando me toca el turno, no tengo idea qué decir. Creía que iba a encontrar a un personaje extraño y desagradable, pero el tipo que estaba sentado en el sillón azul era un yuppie atractivo, con un traje claro. «Soy Marta», le dije, y salí. El tipo ni me miró. Se decidió por una morena voluptuosa y de labios gruesos.

En los ratos muertos, las mujeres se sientan en los sofás azules a ver telenovelas y a maquillarse con frenetismo. Cada una posee una bolsa de maquillaje amplísima y mientras que llegan los clientes (unos veinte en un día suave), se pasan una y otra vez la brocha por la cara, se pintan los labios, se ponen sombra de ojos. Sofía pintó sus pestañas de plateado y su boca de rojo y parecía varios años mayor. Yo llevé una bolsita de maquillaje que parecía poca cosa al lado de las suyas. Intenté ponerme algo en la cara, pero mis pintalabios tienen colores tan discretos que parecía tener un brillo pudoroso.

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El siguiente cliente escogió a Sofía. Parte de nuestro acuerdo incluía que ella preguntara si yo podía entrar también, aunque sabíamos que era muy improbable que alguien quisiera que yo presenciara una escena de sexo. Sofía fue a hablarle y salió al rato y me pidió que entrara. El cliente quería hablar conmigo a solas. Me dijo que se llamaba César, pero en este negocio, tanto las niñas como los clientes usan nombres ficticios, así que resulta imposible saber si decía la verdad.

César iba vestido con un pantalón gris de paño y una camisa de rayas azules y blancas. Mientras me hablaba se metía la mano entre el pantalón y se tocaba. Me contó que era médico, dermatólogo, y que era la segunda vez que visitaba Abejitas. La primera, me dijo, había ido con unos amigos. Mientras hablábamos, María comenzó a llamarme con insistencia. Pedí permiso y abrí la puerta y estaba ella con Mafe mirándome con algo de severidad.

«La plata al frente y el culo a tierra», me dijo Mafe. Nadie hace nada sin que paguen primero.

María se apresuró a darme las tarifas. «Treinta desde que se cierra la puerta. Sesenta si quiere que se lo chupen y 150 mil si es para un polvo». Mafe fue más específica. «Todo se cobra. Si quiere que te empelotes, cóbrale. Si quiere que te disfraces, cóbrale. Y se cobra según el marrano. Puedes cobrar hasta 500 mil pesos, si te los pagan. Si no, hay que negociar, pero no te bajes de las tarifas mínimas».

Volví a entrar. César seguía con las manos dentro del pantalón, y dos bolsitas plásticas —cuyo uso nunca conocí— a su lado. Me preguntó por qué hacía esto. Le dije la historia que inventé en caso de que las niñas me preguntaran: «Por necesidad. Mi esposo me abandonó y yo no sé hacer nada. Ahora tengo que mantener a mi hijo de seis años, así que una amiga me dijo que viniera aquí».

César me propuso que me pagaría una mensualidad para que saliera con él. Luego se corrigió y me dijo que mejor nos casáramos y me preguntó cuánto le cobraría. «¿Por qué tiene que pagar para casarse con alguien?», le dije yo, y aprovechando su desconcierto ante la pregunta, abrí la puerta y llamé a Sofía para que ella terminara el trabajo.

«Somos, más que cualquier cosa, psicólogas», me dijo Sofía cuando salió. César tenía una cámara de fotos que se quedó sin usar. Hay otros aún más raros. Está el tipo que las pone a inflar bombas y luego las contrata para que las estallen y él se excite. O el peor, el viejo que va los domingos en la tarde, previo aviso, y se toma el semen que las niñas le han guardado durante el día solo para él.

Ellas no disfrutan las depravaciones, pero las aceptan. Muchas esgrimen que lo hacen por sus hijos o por tener plata para darse un gusto o estudiar. En su gran mayoría provienen de estratos bajos, no sólo de Bogotá sino de otras partes del país, y aunque ha existido la ocasional modelo, la que se casa con un extranjero que ha sido su cliente o la que se gradúa de universitaria, esas son historias escasas. Casi todas, sin embargo, ahorran para comprar una casa y un carro, porque saben que de este oficio hay que jubilarse rápido. Otras, como Mafe, han tratado de salirse, pero los sueldos bajan dramáticamente en otros oficios, así que terminan regresando, siempre con la promesa de dejarlo pronto (Mafe lo intentará por tercera vez en diciembre de este año).

Mientras tanto, su miedo más grande es encontrarse a alguien conocido, o que sus maridos y sus novios las descubran, ya que pocos saben cuál es su verdadero oficio. «Yo me encontré con el hijo de una amiga de mi mamá, pero nunca abrió su boca», dice una de ellas, cuyo marido no sabe que trabaja en Abejitas, aunque tiene sus sospechas. «El papá de mi hijo —dice Sofía— vino a buscarme porque alguien le llegó con el chisme. Y cuando me escondí, asustada, me mandó llamar para que le hiciera un servicio. Me hizo sentir como una cucaracha».

Muchas de ellas llegan a casa extenuadas y su pareja quiere sexo, y como él no sabe en qué trabajan, les cuesta negarse. «Yo tengo una vida sexual muy activa, incluso con mi novio, de lunes a viernes, pero los fines de semana me gusta estar sentada en mi casa, ver películas, comer helado, no tener sexo», dice una cuyo novio conoce su profesión y la acepta, aunque nunca hablan de eso.

Las niñas almuerzan en la sala donde se maquillan y casi siempre piden domicilios a un lugar donde venden almuerzos ejecutivos. A veces dejan el almuerzo por un cliente, pero no es obligatorio: el medio día es el horario más agitado porque los vecinos de la zona deciden pasar su hora de almuerzo con ellas.

No solo van clientes. El tipo del domicilio entra y sale varias veces al día y un amigo gay las visita cada vez que puede. Otros que van son los policías. Cuando entró la primera pareja de agentes (con un brazalete que indicaba que trabajaban en policía turística), yo entré en pánico. Tuve la tentación de ir a buscar mi carné de periodista, en caso de una redada, pero enseguida vi que las niñas los saludaron cordialmente y cada una siguió en lo suyo. Después de una taza de café, salieron. Más tarde vinieron otros. «Hay que tenerlos contentos. Darles café, un masaje eventual, y ellos no se meten con nosotras», me dijo una.

La tarde estaba particularmente lenta, así que nos sentamos en la salita a leer. Casi todas tenían libros de autoayuda, y Sofía estaba inmersa en uno que le había regalado un cliente. Valentina, una rubia con cara de muñeca, sacó La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y dijo: «Voy en la página 26, y eso que he saltado, a mí no me gusta la política», y lo cerró con un suspiro.

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Las «nenas» como se dicen unas a otras, tienen tres horarios. Las que llegan temprano salen a las seis (ese es el horario preferido por las madres), el siguiente bache sale a las ocho de la noche y las últimas (que llegan hacia el medio día) a las diez, si el día está bueno, y a las nueve si es un día muerto. Una de las chicas que llegó tenía el pelo largo hasta la cintura y pintado de un extraño color, entre rubio y plateado. Eran extensiones nuevas. «Me costaron dos millones de pesos», dijo. Ninguna hizo aspavientos. Según don Pedro, mensualmente ganan mínimo cuatro millones de pesos y una mujer dedicada y trabajadora puede llegar a ganar ocho millones, ayudada, por supuesto, por domicilios, despedidas de solteros y servicios de acompañantes.

«¿Por qué hoy vienen tan pocos clientes?», les pregunté. «La competencia ha crecido, será», me contestó una con aire indiferente. En los clasificados de El Tiempo aparecen unos setenta anuncios de masajes eróticos y acompañantes. También entre ellas hay una competencia fiera. Aparentemente son unidas, pero en una segunda mirada se ve que existen grupos y uno que otro resentimiento.

A las cuatro de la tarde era claro que mi futuro como masajista erótica tenía poco qué ofrecer. Era vieja para el promedio de edad, que oscila entre los 18 y los 25 años, y a mis 37 no parecía tan lozana y dispuesta como el resto. El otro cliente que me había «escogido», un hombre menudo y de barba con acento extranjero, se había largado furioso cuando le dije que era mi primer día y solo me dejaban mirar para aprender. «¿Y es que no sabes cómo se hace eso?», me dijo, y salió del lugar.

Cuando me cambié para irme, las niñas me miraron con indiferencia. «¿Cómo le fue?», me preguntó una. «No sé si sea capaz de regresar», le dije. «Uno se acostumbra a todo», me contestó, y volvió a su lectura.

Me despedí de todas, y casi ninguna me sonrió. Mafe, que a pesar de su aparente desidia tiene un corazón de oro y es una mujer valiente y aguerrida; Sofía, que es la encarnación de la ternura, y otro par de niñas a quien acaso les había producido lástima.

En la puerta, María me preguntó: «¿Vuelve?». «Aún no lo sé, quiero hablar con don Pedro. A lo mejor regreso el lunes», le dije. «Bueno, para la próxima traiga maquillaje… ah, y unos tacones».

Por Marta Orrantia / SOHO Colombia

Por rocio

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