Anita, la secretaria complaciente

Me llamo Ana G., soy catalana y tengo 37 años.
De todas mis experiencias sexuales, quizá la que recuerdo con más morbo fue la época en que con
19 añitos me convertí en la secretaria complaciente que se sometía a todos
los deseos de mi jefe.

Desde aquella mañana en que provoqué la líbido de mi jefe haciendo que me
tumbase sobre la mesa y tomara posesión de mi coñito afeitado, para luego
recibir sus jugos en mi cálido culito, creció en mí la fantasía de
convertirme en su objeto privado de placer. Y a medida que pasaban los días
y él disponía más libremente de mi cuerpo, me mostraba más entusiasmada en
mi sometimiento a su voluntad, hasta que le confesé que me encantaría ser su
perrita particular, su chochito siempre dispuesto y su dieciocho añera
obediente y cariñosa. Creo que era una fantasía que siempre había deseado
realizar, y que fue creciendo en mi hasta convencerme de que quería
experimentarla con mi propio jefe, 10 años mayor que yo.

Como que gran parte del día trabajábamos solos en la oficina, nos bastaba
con cerrar las persianas para que nos envolviera la más absoluta intimidad.
Mi mesa se encontraba junto a su despacho, y sólo una puerta nos separaba.
Desde la primera vez en que me tomó, me hacía ponerme vestidos de punto,
ceñidos, muy escotados y casi transparentes, tan cortitos que apenas me
tapaban el tanga, única prenda que se me permitía vestir debajo, y que debía
quitarme al entrar en la oficina. No tuve problema para que me comprara
varios de diferentes colores y talles, con la condición de que realzaran la
fresca lozanía de as carnes que guardaban debajo. También me hizo comprar
varios pares de zapatos de tacón muy altos que realzaban mis largas piernas
y me daban la imagen de sofisticación complementaria.

Mi aventura sexual diaria empezaba ya en el taxi que tomaba de viaje a la
oficina. No es que viviera muy lejos del trabajo, pero siempre he sido muy
perezosa al levantarme, y aunque no andaba sobrada de dinero, el taxi era
ese pequeño lujo que debía permitirme. La brevedad de mi vestido
difícilmente podía esconder la lozanía de mis muslos, la rotundidad de mis
pechos desprovistos de sujetador, perfectamente adivinables bajo la fina
tela, y la erección de mis pezones cuando entraba en contacto con el aire
acondicionado del taxi. Debía además cruzar perfectamente mis piernas, o
poco podría hacer el tanga para ocultar mi feminidad de la mirada lasciva
del conductor. Los taxistas prestaban más atención al retrovisor que al
tráfico, mirándome descaradamente hasta casi sofocarme, y en varias
ocasiones estuve apunto de tener un accidente. Y es que así vestida y tan
maquillada, la verdad es que más parecía una golfa de lujo que fuera a la
cita con un cliente, que una tierna jovencita dirigiéndose al trabajo
diario.

Cada mañana, al llegar a la oficina, debía entrar en su despacho, colocarme
frente a su mesa y mostrarle mi cuerpo, tras lo cual me quitaba el breve
tanga que cubría mi coñito, lo dejaba sobre su mesa, y le ofrecía mi pubis
perfectamente afeitado. Si me lo ordenaba, me levantaba el vestido por
detrás y le mostraba mi culito respingón, de carnes apretadas al que tanto
le gustaba dar palmaditas cariñosas. O debía sacar mis tetitas por el amplio
escote y ofrecer mis rosados pezones a sus labios golosos. Una vez cumplido
el ritual, podía volver a mi mesa, sentarme, poner en marcha el ordenador, y
empezar con mi trabajo diario.

A menudo, me llamaba a su despacho para dictarme cartas. Para ello, ponía el
bloc sobre su mesa, justo a su lado, me recostaba en ella doblando mi
espalda y empezaba a tomar nota de su dictado mientras él por detrás
aventuraba sus manos bajo el vestido y empezaba a recorrer mis nalgas y
muslos, adentrándose cada vez más en mi entrepierna, metiendo sus dedos y
notando como me iba empapando rápidamente por la excitación. Un par de
palmaditas entre los muslos era la indicación de que debía separar un
poquito las piernas para facilitar su libre acceso a mis encantos. A medida
que me magreaba me costaba más concentrarme en las notas y mi letra se iba
deformando hasta casi parecer ilegible. Pero no se me permitía separarme del
trabajo para gozar, ya que mis obligaciones eran las de una secretaria y una
esclava sexual, y debía compaginarlas. A medida que se animaba, aumentaba el
ritmo de penetración y metía dos o tres dedos en mi ofrecido coñito, para
luego usar mis propios jugos como lubricante anal, pasando entonces a mi
coñito trasero. Desde siempre he gozado tanto por detrás como por delante,
quizá por que la estrechez de mi ano me permite sentir con más intensidad
que mi ya dilatada vagina.

Me tenía así un buen rato hasta que adivinaba que mi orgasmo se acercaba,
para entonces parar de golpe y dejarme completamente encendida y
desesperada, sofocada y necesitada de una buena corrida. Esa era la peor de
las torturas, ya que me quedaba con un calentón que me corroía por dentro y
no podía saciar. De esta forma sabía que me tendría constantemente cachonda
y dispuesta durante toda la jornada.

Entonces me ordenaba volver a mi mesa a pasar la carta a limpio, con toda la
raja chorreando y mi entrepierna húmeda y caliente por el deseo
insatisfecho. Al principio, intenté consolarme tocándome el coño, y así

lograba correrme como una loca, aunque en silencio para no ser descubierta.
Pero creo que pronto lo notó, pues desde entonces no me permitió cerrar la
puerta de su despacho al salir, pudiendo controlarme perfectamente desde su
mesa.

Otra de sus diversiones era sentarme frente a él sobre su mesa, con el
vestido subido hasta la cintura, las piernas abiertas y mi coño
perfectamente ofrecido, obligándome a masturbarme pero prohibiéndome
terminantemente correrme si no me lo indicaba. Mientras me observaba,
aprovechaba para llamar a sus clientes y comentar con ellos los temas de
inversiones que manejaba. En alguna ocasión me tenía así horas enteras,
indicándome con gestos si debía acelerar el ritmo, meterme los dedos en el
culo o en el coño, o si debía dejárselos chupar para catar mis jugos. Pasaba
mucho tiempo al borde del orgasmo, pero cuidando de no llegar a él para no
ser severamente castigada. Y si, entretanto sonaba el teléfono, debía
responder sin dejar de acariciarme, intentando ahogar mis gemidos y mi
entrecortada voz. Una vez fue su mujer la que llamó, y casi me corro de
gusto al sentir la sensación de estar haciéndomelo delante de ella. En una
ocasión, tuve que pedirle que me dejara salir para ir al baño a hacer pis,
ya que con los largos tocamientos sentí la imperiosa necesidad de orinar.
Cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que si tenía que mear lo hiciera sobre
su mesa, y que luego me haría limpiarlo. Así que tendida sobre la mesa,
abierta completamente de piernas y mi vejiga a punto de estallar, acerqué mi
culo al borde de la mesa, me solté y un gran chorro amarillo brotó de mi
coño, formando un largo arco que caía sobre el suelo. Sentado a un lado, mi
jefe me metía rítmicamente sus dedos en mi culo mientras gozaba al verme
orinar. Me sentí tan ofrecida y sometida a su voluntad, tan esclava a sus
deseos y tan vejada que no pude reprimir mi orgasmo y exploté salvajemente
con un temblor salvaje que recorrió mi cuerpo. Lógicamente, mis temblores
hicieron que el chorro se entrecortara, saliendo a trompicones, salpicando
toda la oficina, mientras mi jefe los notara en sus dedos clavados en mis
esfínter. Me sentí avergonzada por correrme, pero mi jefe fue indulgente por
orgasmar sin su permiso, y sólo me castigó a limpiar todo lo que había
ensuciado.

Desde aquel día se me prohibió ir al lavabo para nada, y cuando tenía una
necesidad debía pedirle permiso, y a menudo me obligaba a esperar un buen
rato hasta verme a punto de estallar. Entonces debía poner un orinal de
cristal transparente sobre su mesa, subir a ella abierta de piernas y
hacérmelo todo ante su atenta mirada. Si le venía en gana, me metía sus
dedos en el culo mientras meaba, o me masturbaba el coño si me veía obligada
a defecar, poniéndome de nuevo al borde del orgasmo. Estaba segura de que
nadie que conociera a mi jefe podría haber pensado en las perversiones que
practicaba, ya que parecía una persona de lo más normal, y ese secreto entre
ambos aún enardecía más mis deseos de participar, y sentirme totalmente
entregada, sometida y objeto total de sus caprichos. Imagino que alguien que
no lo haya experimentado difícilmente comprenderá mis pensamientos, pero
sentirme la perra complaciente de mi jefe me hacía creerme deseada, sensual
y capaz de satisfacer y dar placer como nadie. Ahora me pongo mojada sólo de
recordarlo.

Yo fumaba poco, pero nunca se me habría ocurrido hacerlo en la oficina ya
que a mi jefe le molestaba mucho que alguien lo hiciera en su presencia. Si
por la mañana, antes de salir de casa, encendía un cigarrillo, tenía que
asegurarme de enjuagar bien mi boca para que no notara el olor. Por eso me
extrañó que un día, mientras me tenía recostada sobre su mesa, con el
vestido subido y mi culito ofrecido, me ordenó alargar la mano hasta mi
bolso y encender un cigarrillo. Lógicamente lo hice sin rechistar y mantuve
en mis labios un Nobel mientras me separaba las nalgas, abría mi culo con
sus dedos y dirigía su polla a mi agujero trasero para clavármela de un solo
golpe sin previo aviso. Instintivamente, al sentirme de repente invadida di
una tremenda calada que hizo que le humo llenara por completo mis pulmones a
la vez que su pene ocupaba mi recto. Esto pareció satisfacerle sobremanera,
de forma que tras unos segundos de mete-saca suave volvió a meterla hasta el
fondo, obligándome de nuevo a aspirar profundamente el cigarrillo y llenar
mis pulmones. Siguió con estos cambios de ritmo hasta que consumí por
completo el cigarrillo, y soltó su semen caliente y pegajoso dentro de mi
recto. Mi cara era de vicio total, y nunca he vuelto a disfrutar tanto un
cigarrillo como cuando me tenía así. Ahora, con solo notar el gusto de un
Nobel en mis labios, me entra un picor en el ojete que daría cualquier cosa
por satisfacer.

Otra de sus diversiones preferidas era la de obligarme a follarle subiéndome
a horcajadas sobre su polla mientras él estaba cómodamente sentado en su
butacón, y yo subía y bajaba rítmicamente, tragando completamente su pene
con mi vagina a cada movimiento. Entonces, me hacía coger el teléfono y
llamar a su mujer para darle cualquier mensaje. Cuando ella descolgaba debía
esforzarme para disimular mi acelerada respiración, por lo que
instintivamente reducía el ritmo de la follada. Él me obligaba a mantener
una conversación lo más larga posible, y para excitarme aún más, trasladaba
su pene sacándolo del coño y clavándolo en mi culo, emprendiendo una
perforación salvaje para torturarme, pues sabía que debía aguantar sin
correrme o sería descubierta al otro lado del teléfono. Si lo hacía bien, me
recompensaba dejándome llegar al orgasmo con su polla entre mis nalgas,
permitiéndome incluso que me tocara el clítoris para aumentar la sensación
de placer. En cambio, si creía que no había podido resistir suficiente
tiempo, al colgar el teléfono me la sacaba y me obligaba a chupársela hasta
correrse en mi garganta, tragando hasta la última gota de su semen. Me
dejaba así tan caliente que salía de su despacho sofocada y en ascuas por
volverla a sentir en mi coño o en mi culo, y poder dar rienda suelta a mi
orgasmo. Con el tiempo conseguí un admirable control de mi cuerpo, pudiendo
estar al teléfono un cuarto de hora mientras me hacía lo que le venía en
gana, sin que su mujer notara la más leve señal en mi voz, y eso que hacerlo
con ella al teléfono me ponía a mil.

Cuando mi jefe había disfrutado de una noche de sexo con su mujer y no tenia
ganas de penetrarme, se divertía con un juguetito que había comprado en un
viaje a Londres, donde iba a menudo por negocios. Se trataba de un grueso
consolador de látex transparente, blando y flexible, con el que le encantaba
masturbarme. A veces, al pasar revista a mi cuerpo a primera hora, me hacía
abrirme sobre su mesa y lo acercaba a mi vulva, restregándolo con fuerza por
mis labios y mi clítoris, haciendo que mi coño se inundara de jugos, para
inmediatamente penetrarme con él, invadiéndome hasta el fondo. Una vez bien
empapado, me hacía darme la vuelta y, recostada sobre la mesa, me abría el
esfínter y me lo introducía por detrás, poco a poco, notando cada centímetro
en mi interior, como me dilataba el ano e iba tragando semejante
instrumento. Como que era demasiado largo y grueso, siempre quedaban unos
centímetros que sobresalían del culo. Cuando notaba que era imposible
meterlo más adentro, me daba una nalgada, que era indicación de que podía
volver a mi mesa con el consolador puesto, hasta que me invitara a sacarlo.
Me excitaba la sensación de caminar notando mi recto suavemente invadido,
con el consolador moviéndose a cada paso, pero el cenit de mi placer era
cuando me sentaba y la presión del consolador en mi culo se hacía
insoportable. Eso me tenía cachonda toda la mañana, hasta que me llamaba de
nuevo a su despacho para retirarlo con cuidado y disfrutar del agujero
redondo y oscuro en que se había convertido mi culito.

Esta experiencia me sirvió para dilatar considerablemente mi culo, y
permitirme luego tragar miembros realmente monstruosos, como los que gocé
durante unas vacaciones en Kenya, en compañía de unos negros grandotes y
bien dotados, que disfrutaron de lo lindo con una blanquita tan complaciente
como yo. Y es que como decía una amiga mía, ‘no serás una mujer completa
hasta que un negro te la meta’. Y si puede ser por el culo, aún mejor… Más
adelante, mi jefe ideó otras atrevidas fantasías a las que someterme, que
consiguieron enriquecer aún más mi vida sexual. Pero eso ya lo contaré en
otra ocasión…

Por rocio

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