Fragmento de Filosofia en el tocador del Marques de Sade

Fragmento del libro Filosofía en el Tocador o Filosofía en el dormitorio, (La Philosophie dans le boudoir ou Les instituteurs immoraux) del Marques de Sade

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ay, amigo mío, bésame! No serías tú mi hermano si pensaras
de otro modo; pero, te lo ruego, dame unos pocos detalles tanto sobre el físico de
ese hombre como sobre sus placeres contigo.
EL CABALLERO: El señor Dolmancé estaba enterado por uno de mis amigos del soberbio
miembro de que sabes que estoy dotado; comprometió al marqués de V.. a invitarme
a cenar a su casa. Una vez allí, fue preciso exhibir lo que yo llevaba; la curiosidad
pareció ser al principio el único motivo; un culo muy hermoso que se me puso
delante, y del que se me rogó que gozara, me hizo ver al punto que sólo el gusto había
tenido parte en aquel examen. Previne a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa:
nada lo asustó: «Soy a prueba de ariete -me dijo-, y no tendréis siquiera la gloria
de ser el más temible de los hombres que perforaron el culo que os ofrezco.» El marqués
estaba allí; él nos alentaba toqueteando, manoseando, besando todo lo que uno y
otro sacábamos a la luz. Me preparo… quiero por lo menos algunos preparativos:
«¡Guardaos bien de ello! -me dice el marqués-; le privaríais de la mitad de las sensaciones
que Dolmancé espera de vos; quiere que le atraviesen, quiere que le desgarren.»

«¡Será satisfecho!», digo yo hundiéndome ciegamente en el abismo… ¿Y puedes creer,
hermana mía, que no me costó apenas?… Ni un lamento; mi polla, con lo enorme que
es, se hundió sin que me diera cuenta, y toqué el fondo de sus entrañas sin que el maldito
pareciese sentirlo. Traté a Dolmancé como amigo; la excesiva voluptuosidad que él
gustaba, sus meneos, sus deliciosas palabras, todo me hizo feliz pronto a mí también, y
lo inundé. Apenas estuve fuera, Dolmancé, volviéndose desenfrenado hacia mí, rojo
como una bacante: «Ves el estado en que me has puesto, querido caballero? -me dijo
ofreciéndome una polla seca y amotinada, muy larga y de seis pulgadas por lo menos de
contorno-; amor mío, por favor, dígnate servirme de mujer después de haber sido mi
amante, y así podré decir que he saboreado en tus brazos divinos todos los placeres del
gusto que con tanta imperiosidad ansío.» Encontrando tan pocas dificultades en lo uno
como en lo otro, me presté; el marqués, quitándose los calzones ante mis ojos, me conjuró
a que yo tuviera a bien ser aún algo hombre con él mientras iba a ser la mujer de su
amigo; le traté como a Dolmancé, el cual, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas
con que yo abrumaba a nuestro tercero, muy pronto exhaló al fondo de mi culo ese
licor encantador con el que yo rociaba, casi al mismo tiempo, el de V..
SRA. DE SAINT-ANGE: Hermano mío, debes de haber gozado los mayores placeres
al encontrarte entre dos de esa manera; dicen que es delicioso.
EL CABALLERO: Muy cierto, ángel mío, es el mejor sitio; pero se diga lo que se diga,
todo eso no son más que extravagancias que nunca preferiré al placer de las mujeres.
SRA. DE SAINT-ANGE: Pues bien, querido mío, para recompensar hoy tu delicada
complacencia, voy a entregar a tus ardores una jovencita virgen, y más hermosa que el
Amor.
EL CABALLERO: ¿Cómo? Con Dolmancé… ¿haces venir una mujer a tu casa?
SRA. DE SAINT-ANGE: Se trata de una educación: es una jovencita que conocí en el
convento el pasado otoño, mientras mi marido estaba en las aguas. Allí no pudimos nada,
no nos atrevimos a nada, demasiados ojos estaban fijos en nosotras, pero nos prometimos
reunirnos cuando fuera posible; ocupada únicamente por ese deseo, para satisfacerlo trabé
conocimiento con su familia. Su padre es un libertino… al que he cautivado. Por fin viene
la hermosa, la espero; pasaremos dos días juntas…, dos días deliciosos; la mejor parte de
ese tiempo la emplearé en educar a esta personilla. Dolmancé y yo meteremos en esa linda cabecita todos los principios del libertinaje más desenfrenado, la abrasaremos con
nuestros fuegos, la alimentaremos con nuestra filosofía, la inspiraremos nuestros deseos,
y como quiero unir un poco de práctica a la teoría, como quiero que se demuestre a medida
que se diserta, he destinado para ti, hermano mío, la cosecha de los mirtos de Citerea,
para Dolmancé la de las rosas de Sodoma. Tendré dos placeres a la vez: el de gozar yo
misma de esas voluptuosidades criminales y el de dar las lecciones, el de inspirar los gustos
a la amable inocente que atraigo a nuestras redes. Y bien, caballero, ¿es digno de mi
imaginación este proyecto?
EL CABALLERO: No puede ser concebido más que por ella; es divino, hermana mía,
y te prometo cumplir a las mil maravillas el encantador papel que me destinas. ¡Ah, bribona,
cómo vas a gozar con el placer de educar a esa niña! ¡Qué delicias para ti al corromperla,
al ahogar en ese joven corazón todas las semillas de virtud y de religión que
pusieron en él sus institutrices! En verdad que es demasiado vicioso para mí.
SRA. DE SAINT-ANGE: Ten por seguro que no ahorraré nada para pervertirla, para
degradarla, para echar por tierra en ella todos los falsos principios de moral con que hayan
podido aturdirla; en dos lecciones quiero volverla tan malvada como yo…, tan impía…,
tan corrompida. Prevén a Dolmancé, ponle al tanto en cuanto llegue, para que el
veneno de sus inmoralidades, al circular en ese joven corazón junto con el que yo lance
en él, logre desarraigar en pocos instantes todas las semillas de virtud que podrían germinar
sin nosotros.
EL CABALLERO: Era imposible encontrar un hombre mejor para lo que necesitabas:
la irreligión, la impiedad, la inhumanidad, el libertinaje, fluyen de los labios de Dolmancé
como antaño la unción mística de los del célebre arzobispo de Cambrai2; es el seductor
más profundo, el hombre más corrompido, el más peligroso… ¡Ay, querida amiga, que tu
alumna responda a los cuidados del preceptor y te garantizo que pronto estará perdida!
SRA. DE SAINT- ANGE: Me parece que no tardará mucho con las disposiciones que
sé que tiene… EL CABALLERO: Pero, dime, querida hermana, ¿no temes nada de los
padres? ¿Y si esa jovencita habla al volver a su casa?
SRA. DE SAINT-ANGE: No temo nada, he seducido al padre…, es mío. ¿Tendré que
confesártelo? Me he entregado a él para cerrarle los ojos; ignora mis designios, pero nunca
se atreverá a profundizar en ellos… Lo tengo.
EL CABALLERO: ¡Tus medios son horribles!
SRA. DE SAINT-ANGE: Así han de ser para que resulten seguros.
EL CABALLERO: Y dime, por favor, ¿cómo es esa joven?
SRA. DE SAINT-ANGE: Se llama Eugenia, y es la hija de un tal Mistival, uno de los
recaudadores3 más ricos de la capital, de unos treinta y seis años; la madre tiene todo lo
más treinta y dos, y la muchacha, quince. Mistival es tan libertino como su mujer devota.

En cuanto a Eugenia, sería en vano, amigo mío, que tratara de pintártela: está por encima
de mis pinceles; bástete estar convencido de que ni tú ni yo hemos visto nunca algo tan
delicioso en el mundo.
EL CABALLERO: Pero esbózamela al menos, si no puedes pintármela, para que, sabiendo
aproximadamente con quién tengo que habérmelas, llene mejor mi imaginación
con el ídolo en que debo sacrificar.
SRA. DE SAINTANGE: Bueno, amigo mío: sus cabellos castaños, que a duras penas
caben en el puño, le bajan hasta las nalgas; su tez es de una blancura resplandeciente, su
nariz algo aguileña, sus ojos de un negro de ébano y de un ardor… ¡Oh, amigo mío, es
imposible resistir a esos ojos! ¡No imaginaríais siquiera todas las tonterías que me han
hecho hacer!… ¡Si vieras las lindas cejas que los coronan…, los interesantes párpados que
los bordean!… Su boca es muy pequeña, sus dientes soberbios, y todo ello de una frescura…
Una de sus bellezas es la elegante manera en que su hermosa cabeza está unida a sus
hombros, el aire de nobleza que tiene cuando la vuelve… Eugenia es alta para su edad: se
la echarían diecisiete años; su talle es un modelo de elegancia y de finura, sus pechos deliciosos…
¡Son, desde luego, dos tetitas más hermosas!… ¡Apenas hay con qué colmar la
mano, pero tan dulces…, tan frescas…, tan blancas!… ¡Veinte veces he perdido la cabeza
besándolas! ¡Y si hubieras visto cómo se animaba con mis caricias…, cómo sus dos grandes
ojos me pintaban el estado de su alma!… Amigo mío, no sé cómo es el resto. ¡Ay, a
juzgar por lo que conozco, jamás el Olimpo tuvo divinidad que pudiera comparársele!…
Pero ya la oigo…, déjanos, sal por el jardín para no encontrarte con ella y sé puntual a la
cita.
EL CABALLERO: El cuadro que acabas de hacerme te responde de mi puntualidad…
¡Oh, cielos! ¡Salir…, dejarte en el estado en que estoy!… Adiós…, un beso, un beso solamente,
hermana mía, para satisfacerme al menos hasta entonces. (Ella lo besa, toca su
polla a través del calzón, y el joven sale precipitadamente.
Segundo Diálogo
SEÑORA DE SAINT-ANGE, EUGENIA.
SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Eh! Buenos días, hermosa mía; te esperaba con una impaciencia
que fácilmente adivinarás si lees en mi corazón.
EUGENIA: ¡Oh, querida mía! Creí que no llegaría nunca, tanta era la prisa que tenía
por estar en tus brazos; una hora antes de partir, he temblado de miedo a que fuera imposible
venir; mi madre se oponía rotundamente a este delicioso viaje; pretendía que no era
conveniente que una joven de mi edad viniese sola; pero mi padre la había golpeado tanto
anteayer que una sola de sus miradas ha dejado anonadada a la señora de Mistival; ha
terminado por consentir lo que me concedía mi padre, y he acudido corriendo. Me han
dado dos días; es absolutamente preciso que tu coche y una de tus criadas me devuelvan
pasado mañana.
SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Qué breve es ese intervalo, ángel mío! Apenas podré, en tan
poco tiempo, expresarte todo lo que me inspiras…, y además tenemos que hablar; ¿no sabes que es en esta entrevista en la que debo iniciarte en los misterios más secretos de Venus4?
¿Tendremos tiempo en dos días?
EUGENIA: ¡Ah, si no sé todo, me quedaré!… He venido aquí para instruirme y no me
iré sin ser sabia.
SRA. DE SAINT-ANDE, besándola: ¡Oh, amor querido, cuántas cosas vamos a
hacernos y decirnos una a otra! Pero, a propósito, ¿quieres almorzar, reina mía? Es
posible que la lección sea larga.
EUGENIA: Querida amiga, no tengo otra necesidad que oírte; hemos almorzado a
una legua de aquí; ahora esperaré hasta las ocho de la tarde sin sentir la menor necesidad.
SRA. DE SAINT-ANGE: Pasemos, pues, a mi tocador, ahí estaremos más a gusto;
ya he prevenido a mis criados; tranquilízate, que a nadie se le ocurrirá interrumpirnos.
(Pasan a él abrazadas.)

EUGENIA, muy sorprendida al ver en el gabinete a un hombre que no esperaba: ¡Oh!
¡Dios! ¡Querida amiga, esto es una traición!
SRA. DE SAINT-ANGE, igualmente sorprendida: ¿Por qué azar estáis aquí, señor?
Según creo, no deberíais llegar hasta las cuatro.
DOLMANCÉ: Siempre adelanta uno cuanto puede la dicha de veros, señora: me
he encontrado con vuestro señor hermano; se ha dado cuenta de que sería necesaria
mi presencia en las lecciones que debéis dar a la señorita; sabía que aquí sería el liceo
donde se daría el curso, y me ha introducido secretamente pensando que no lo
desaprobaríais; y en cuanto a él, como sabe que sus demostraciones no serán necesarias
hasta después de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta entonces.
SRA. DE SAINT-ANGE: De veras, Dolmancé, vaya faena…
EUGENIA: Por la que no me dejo engañar, querida amiga; todo esto es obra tuya…
Al menos debías haberme consultado. Y ahora siento una vergüenza que, evidentemente,
se opondrá a todos nuestros proyectos.
SRA. DE SAINT-ANGE: Te aseguro, Eugenia, que la idea de esta sorpresa es únicamente
de mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien tengo por un hombre
muy amable, y precisamente del grado de filosofía que nos hace falta para tu instrucción, no puede sino ser útil a nuestros proyectos; respecto a su discreción, te respondo
de él como de mí. Familiarízate, pues, querida, con el hombre de mundo en mejor situación
de formarte y guiarte en la carrera de la felicidad y de los placeres que queremos
recorrer juntas.
EUGENIA, sonrojándose: ¡Oh, no por ello estoy menos confusa!…
DOLMANCÉ: Vamos, hermosa Eugenia, tranquilizaos…, el pudor es una vieja virtud
de la que, con tantos encantos, debéis saber prescindir a las mil maravillas.
EUGENIA: Pero la decencia…
DOLMANCÉ: Otra costumbre gótica de la que bien poco caso se hace en el día.
¡Contraría tanto a la naturaleza! (Dolmancé coge a Eugenia, la estrecha entre sus brazos
y la besa.)
EUGENIA, defendiéndose: ¡Acabad, señor! En verdad que me tratáis con pocos miramientos.
SRA. DE SAINT-ANGE: Eugenia, hazme caso, dejemos tanto una como otra de ser
gazmoñas con este hombre encantador, no lo conozco más que a ti, y mira cómo me
entrego a él. (Lo besa lúbricamente en la boca.) Imítame.
EUGENIA: ¡Oh! De acuerdo; ¿de quién tomaría mejores ejemplos? (Se entrega a
Dolmancé, que la besa ardientemente, metiéndole la lengua en la boca.)
DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Qué amable y deliciosa criatura!
SRA. DE SAINT-ANDE, besándola también: ¿Habías creído, bribonzuela, que no
iba a tener yo mi parte? (Aquí, Dolmancé, teniendo a las dos en sus brazos, las lame
durante un cuarto de hora a las dos y las dos se le entregan y lo rinden.)
DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Estos preliminares me embriagan de voluptuosidad! Señoras
mías, ¿querréis creerme? Hace mucho calor: pongámonos cómodos, hablaremos infinitamente
mejor.
SRA. DE SAINT-ANGE: De acuerdo; vistámonos estas túnicas de gasa: de nuestros
atractivos sólo velarán aquello que hay que ocultar al deseo.
EUGENIA: ¡De veras, querida, me obligáis a unas cosas!…
SRA. DE SAINT-ANDE, ayudándola a desvestirse: Totalmente ridículas, ¿no es
eso?
EUGENIA: Por lo menos muy indecentes, la verdad… ¡Ay, cómo me besas!
SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Qué pecho tan hermoso!… Es una rosa apenas entreabierta.
DOLMANCÉ, contemplando las tetas de Eugenia, sin tocarlas: Y que promete otros
encantos… infinitamente más estimables.
SRA. DE SAINT ANGE: ¿Más estimables?
DOLMANCÉ: ¡Oh, sí, palabra de honor! (Al decir esto, Dolmancé hace ademán de
volver a Eugenia para examinarla por detrás.)
EUGENIA: ¡Oh, no, no, os lo suplico!
SRA. DE SAINT-ANGE: No, Dolmancé…, no quiero que veáis todavía… un objeto
cuyo poder es demasiado imperioso sobre vos para que, teniendo lo metido en la cabeza,
podáis luego razonar con sangre fría. Necesitamos de vuestras lecciones, dádnoslas,
y los mirtos que queréis coger formarán luego vuestra corona.
DOLMANCÉ: Sea, pero para demostrar, para dar a esta hermosa criatura las primeras
lecciones del libertinaje, es necesario, señora, que por lo menos vos tengáis la
bondad de prestaros.

Por rocio

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